viernes, 22 de abril de 2011

Dándole las gracias a una marca gringa de chicles.




Jamás presto atención a los patrocinios cuando voy a conciertos. Me vale poco si Smirnoff, Heineken o RCN ayudaron a que ese artista -que claramente quiero ver- esté ahí, frente a mí. Existe algo acerca de pagar boletas, usualmente costosas, que me hace creer que no le debo nada a nadie. Si estoy ahí fue porque pagué, como RCN, o Smirnoff pagaron para estar ahí.

Bien, esa fue mi relación con los patrocinadores hasta el fin de semana pasado. Una nueva pregunta tomó forma desde entonces y necesitó resolución.

¿Qué pasa cuando no estoy en el lugar y aún así veo el concierto en vivo?

El fin de semana del 15, 16 y 17 de abril de 2011 estalló el festival Coachella, lejos, lejos de aquí, en 'el corregimiento de Indio, California' en los EE.UU.

Hasta hace unos dos o tres años años, el amante bogotano de la música en vivo podía acercarse a este festival de dos formas: 1) pagar avión, hotel y boleta, o 2) seguir los reportes de Radiónica, que a pesar de ser bien intencionados, se quedaban en 'nosotros seguimos aquí pasándola genial, volvamos ahora a estudio'.

Todo cambió este año. Una marca de chicles apostó a que transmitir el FESTIVAL, en vivo y gratis por You Tube, sería una estrategia de promoción interesante. No erró. Es la primera marca a la cual le agradezco algo; seriamente, pensaba que la chicletería me estaba haciendo un regalo que un amigo muy cercano me haría.

Durante más de nueve horas (y hubo muchas más que me perdí), abrió una ventana digna a las bandas que jamás había explorado a profundidad, y sabía me generaban curiosidad. ¿Cómo no agradecer? Habría que ser un ingrato mayúsculo.

Los festivales suelen contar con imprevistos, y sin descartarlos -porque se sabe que los hubo-, la transmisión fue impecable y no dejó momento para señalar falencias. Mi corazón latía rápido, las emociones andaban liberadas y una cara de 'ponqué' se trazó imborrable en mi carota. Tal como cuando voy a un concierto.

De los Tres días de bandas, tres escenarios y múltiples cámara en alta definición, me perdí todo el viernes. El sábado me enganché a las nueve de la noche, justo cuando transmitían el final del encore de Interpol. Eso dolió, dos fallas con la banda que más quería ver. No hubo lío de todas formas, me distraje y no sufrí; un click me llevaba a otro escenario, a otro artista viéndose genial y sonando brillante.

Empire of the Sun resultó visualmente demente: mucho bailarín para mi gusto, pero en el marco de la música y de cómo se presentaban los músicos (una secta de seres afectados por el sol), resultaba coherente y lo disfruté. También 'presencié' a los manchesteriacos de Elbow: suaves en conjunto, y sin embargo soltaron cinco canciones que me 'llevaron' donde me gusta ir. Ese día segundo terminó con Arcade Fire...

Cuando una banda gana un Grammy, usualmente, pensamos que 'se vendieron'. Lo último que había escuchado de ellos me había movido, y me había 'llevado'. Eran sencillos de radio. La retribución de conocer poco es que se puede recibir una dosis multiplicada. Sonando en vivo, viéndose hermoso y a miles de kilómetros de distancia, el concierto fue tan poderoso que quedé sin aire, imposibilitado de dormir así fueran las tres de la mañana.

Viva quedaba la promesa del día siguiente.

Y día siguiente hubo. The National presentó un show sobrio en lo visual, pero de fuerte carga emotiva. Las vocales principales, bajas y únicas, llegan a lugares especiales, y el talento desbordante del guitarrista principal y vocalista soporte ayudaron a que la banda sonara increíble. No tuve más opción que bajar los discos al día siguiente. Conocía tres canciones previo a verlos.

Vino luego la diosa PJ Harvey, a quién jamás tuve tan cerca, y jamás adoré tanto. Sus vocales más agudas que de costumbre, al menos más que en sus épocas iniciales, pero con una brillantez musical y vocal intacta, preciosa, que no dejaban respirar. La transmisión permitía escuchar cómo la gente le gritaba que la amaba. El escenario era más pequeño, se sentía. Se sentía una vibra hermosa.

Los músicos que la acompañaron daban muestras de tener un recorrido largo, su porte, sus canas, sus miradas y su música de alma los delataba. Ellos más viejos, ella joven, todos combinando su talento -cuantificable sólo en latidos- en torno a esa voz.

The Strokes fueron el penúltimo plato. La banda nunca me llenó en lo personal, y sin embargo admito que disfruté el concierto. Lo vi casi en su totalidad. Es difícil dejar de ver músicos sólidos, que presentan un "rock and roll vintage" con visos personales. Admiré su virtud. Es difícil no ver música bien ejecutada por buenos músicos, si a uno le gusta la música.

El festival cerró con Kanye West, artista con el que repetí el síndrome Strokiano. No me terminó de llenar, no consideré comprar sus discos o siquiera bajarlos, pero viéndolo en vivo no pude sino admirar su arte, y artista es.

Todo esto gracias a una marca e chicles, a la que ni siquiera le puedo comprar desde Colombia.

Que viva la música, que viva Internet, y que viva el marketing que piensa regalos de esta magnitud y calidad.

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